lunes, 6 de febrero de 2012

EL LUGAR

El Museo "TATUUTSIMA" de Arqueología e Historia se encuentra a un costado del Palacio Municipal en la cabecera del Municipio de Huejuquilla el Alto Jalisco.

la Autora de las Investigaciones


Datos generales
Fue inaugurado en el año de 2003. Ocupa cuatro salas anexas a la presidencia municipal, en donde se exhibe la valiosa colección de materiales arqueológicos encontrados en el cerro del Huixtle, por la misión belga que viene trabajando en el proyecto Sierra del Nayar desde 1974. El proyecto y la museografía se realizó en colaboración con el Instituto Nacional de Antropología e Historia y con la asesoría y apoyo del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
De las piezas principales se exhiben un par de esculturas de chac-mool, siendo estas las más antiguas conocidas hasta ahora. Se presentan dibujos y planos de los sitios con recreaciones de sus principales centros ceremoniales, así como ofrendas funerarias, cuchillos de obsidiana, hachas, figurillas de barro antropomorfas y zoomorfas, anillos, pectorales y collares de diversos materiales. Lo anterior da cuenta al visitante de la importancia de la región como enclave cultural entre las civilizaciones desarrolladas al sur de Estados Unidos y las de la región culturalmente conocida como Mesoamerica.



Un milenio de historia en la región de Huejuquilla
Marie-Areti Hers Stuts


La ocupación chalchihuiteña: etapa particular de una larga historia aún por conocer.
El contorno caprichoso de los límites interestatales en el norte de Jalisco fue originado por las relaciones, en general muy conflictivas, entre lo que configuró la Frontera de Colotlán del lado jalisciense y el desarrollo de las grandes haciendas de lado zacatecano. En el caso particular de la región de Huejuquilla, los linderos correspondían a los pueblos de indios fronterizos flecheros de Huejuquilla, poblado por zacatecos, y de San Nicolás, Tenzompa, San Cristóbal – La Soledad, por huicholes; y del lado zacatecano a las haciendas de San Antonio de Pádua y San Juan Capistrano. Tal trazo caprichoso y en muchos puntos todavía litigiosos, nada tiene que ver con la historia antigua. Por lo que aquí se hablará indistintamente de sitios arqueológicos ubicados en la parte occidental del municipio zacatecano de Valparaíso y del jalisciense de Huejuquilla.



Los trabajos arqueológicos llevados a cabo en la región de Huejuquilla en las décadas de los setenta y ochenta por parte de un equipo de Bélgica, documentaron, de modo preliminar, una de las varias etapas de la ocupación humana y la cobertura obviamente no fue total. Los recorridos que llevamos a cabo cubrieron solamente una muestra de la variedad de entornos naturales comprendidos entre Huejuquilla y Tenzompa, de norte a sur, y entre el rancho de Los Landa en la bajada que lleva a Huejuquilla hasta el Tulillo, del otro lado de la ancha barranca del río Atenco o Chapalagana. Durante numerosas temporadas realizamos recorridos de superficie en las cuencas de los ríos de Tenzompa, de Huejuquilla, y del Chapalagana mismo, antes de escoger el lugar donde centrar nuestras excavaciones, el Cerro del Huistle, a proximidad de Huejuquilla.
Más recientemente, proseguimos el estudio de varios sitios de arte rupestre en la comarca. En todo momento contamos con la invaluable hospitalidad de numerosas personas que nos guiaron, nos hospedaron, nos alimentaron, nos proporcionaron las remudas, y excavaron con nosotros. No podría citarlos a todos sin arriesgar cometer imperdonables omisiones. Solamente citaré a don Alejandro Huizar del poblado de San Diego. Nacido en tiempos de la Revolución y con largos años de andar solitario en calidad de vaquero de la antigua hacienda de San Juan Capistrano, don "Cando" era una de las personas que mejor conocía la comarca, los secretos de sus cerros, de sus rincones y manantiales, y también de sus hombres. Con infinita paciencia nos enseñó a andar a pie y a caballo, por veredas que, ya para estas fechas, se iban cerrando por desuso aún antes de la abertura de las brechas vehiculares que ahora comunican prácticamente toda la comarca. Como ninguno, don "Cando" conocía dónde encontrar los vestigios antiguos que sabía distinguir de los restos de las rancherías más recientes. Amante de los niños, de los caballos y de las estrellas e inseparable de su amado Cerro Calpulalta que domina la Sierra de Tenzompa, don Alejandro fue nuestro guía en todo el sentido de la palabra Gracias a esta sabiduría de la cual aprendimos mucho y gracias también a la gran riqueza en vestigios arqueológicos de la región, pudimos trazar una imagen no demasiado borrosa de un período durante el cual la región estuvo involucrada en eventos y procesos que la comunicaron con un mundo muy ancho, desde el Centro y el Occidente del país, hasta parte de lo que es hoy el Suroeste de los Estados Unidos.

Además de una serie de publicaciones, procuramos verter el fruto de estos estudios en el Museo Comunitario Tatuustima de Antropología e Historia de Huejuquilla el Alto, instalado al lado de la presidencia municipal. Nos enfocaremos aquí en algunos de los aspectos del paisaje cultural de estos antiguos pobladores, de la manera en que humanizaron su entorno según sus necesidades prácticas y espirituales.
El período del cual podemos hablar gracias a nuestros trabajos, corre a lo largo del primer milenio de nuestra era y corresponde a la ocupación chalchihuiteña. Para el largo período anterior a la era y el posterior, el medio milenio que transcurrió hasta la llegada de los españoles, aún no se han reunido informaciones satisfactorias. Lo único que podemos aseverar es que a todas luces la historia de la ocupación humana de la región, en tiempos prehispánicos, no fue la de una larga e ininterrumpida evolución, sino que conoció profundos cambios. Los que vivieron antes y después de los chalchihuiteños tuvieron modos de vida distintos a los chalchihuiteños.
Cuando se establecieron los primeros contactos con los españoles y se constituyó la Frontera de Colotlán, los zacatecos aceptaron congregarse y fundar Huejuquilla y familias huicholas originarias de San Andrés y de Santa Catarina fundaron Tenzompa, San Nicolás y San Cristóbal, luego transferido a La Soledad.Un contexto macrorregional.
Por su patrón de asentamiento, su arquitectura, sus ritos funerarios, sus figurillas y sus tipos cerámicos, su lítica y su iconografía, por sus redes comerciales, es decir, por los más diversos aspectos de su cultura material, las comunidades que ocuparon la comarca de Huejuquilla durante el primer milenio pertenecieron plenamente a lo que se ha definido para la arqueología de Zacatecas y Durango, como la cultura  chalchihuiteña, con sitios emblemáticos como La Quemada, Alta Vista o La Ferrería, para citar los más conocidos. A estos chalchihuiteños de la región que nos ocupa los llamaremos huistleños, en referencia al sitio en el cual se llevaron a cabo amplias excavaciones. La ocupación chalchihuiteña, tal como fue documentada en las excavaciones en el Cerro del Huistle, puede dividirse en tres fases. Las dos primeras corresponden a lo que se llama la fase Canutillo para la región de Chalchihuites – Sombrerete, al norte de nuestra comarca, y la tercera a la fase llamada Alta Vista.
No es aquí el espacio para resumir casi un milenio de historia. Abordaremos solamente algunos aspectos que nos permitan acercarnos en cierta medida al modo de pensar de estas antiguas poblaciones, a sus propias experiencias de vida. A semejanza del Cerro del Huistle, la meseta del Cerro del Pueblo, cercano a Tenzompa, se encuentra a proximidad de las tierras de cultivo y del agua perenne. Desde arriba se dispone de una vista amplia sobre los alrededores y la corona rocosa permite controlar el acceso, control que fue reforzado por un ancho muro del cual se conservan vestigios a lo largo de todo el borde. El suelo rocoso de la cumbre dejó a la vista los cimientos de piedra de construcciones probablemente de adobe, y numerosas plataformas de formas muy diversas. Este mismo suelo rocoso no es propicio para excavar pero, al mismo tiempo, nos ha permitido levantar el plano detallado de las construcciones.
Aparece así la imagen de un pueblo con una gran densidad y variedad de edificaciones, lo cual contrasta con el pueblo cercano de Tenzompa fundado por familias huicholas en tiempos coloniales, donde las casas están muy dispersas y sin orden aparente, y más aún con las comunidades huicholas tradicionales que más que pueblos permanentes son centros ceremoniales.

En este sitio, como en todos los asentamientos chalchihuiteños, aún en el caso de modestas rancherías, se observa que los pobladores contaron con el apoyo del trabajo colectivo para levantar terrazas, muros de contención y plataformas, nivelar el terreno, consolidar el borde de las desnivelaciones y controlar los deslaves. En el plano del Cerro del Pueblo se observa que este tipo de trabajo fue intenso y permitió la notable conservación de los vestigios, a diferencia de lo que pasa con los restos de ocupaciones mucho más recientes, las cuales sin estos tipos de dispositivos quedan borradas de la superficie en unas cuantas generaciones.
Al examinar la diversidad de los vestigios, se reconocen una serie de patios bien delimitados reservados probablemente a los grupos familiares que se congregaron en este lugar, y cerca de sus casas lo que parece ser las bases de los graneros. También se distinguen amplios espacios abiertos con unas cuantas construcciones mayores dedicadas a actividades colectivas. Algunas plataformas tienen una planta en “T' que parece corresponder a un estrecho pórtico en la fachada y que se asemeja a la de las grandes salas de consejo de los sitios mayores, como las hay en La Quemada o en Cerro de Montedehuma. A lo largo de las generaciones, el problema de la seguridad parece haber sido permanente. Los dispositivos defensivos presentes en el Cerro del Pueblo, a menudo llegan a extremos como en el caso de las pequeñas fortalezas dispuestas en los profundos cañones que se suceden a lo largo del curso del río Tenzompa.
Tales fortalezas, relativamente lejanas de las tierras de cultivo, pero muy bien protegidas, han de haber sido ocupadas durante las temporadas de secas, alternando con los ranchos abiertos cercanos a las tierras de cultivo de las temporadas de lluvia. Las actividades guerreras, en efecto, eran muy probablemente reservadas para los meses en que los ríos no estaban crecidos, las veredas transitables y las labores de la milpa en receso. El Cerro de los Indios, aguas abajo del poblado de El Zapote, es un buen ejemplo de estos dispositivos. Rodeado casi completamente por un meandro del río, los pocos accesos al estrecho filo rocoso han sido provistos de murallas, bastiones, contrafuertes que permitían controlar eficazmente el acceso y proteger así los habitantes de esta pequeña ranchería. Las casas ocupan los exiguos espacios planos que se crearon nivelando el terreno entre las peñas.
Así, recorriendo cerros y cañones encontramos una multitud de evidencias acerca de una vida marcada por la zozobra de la guerra, de los ataques mortíferos. Estos chalchihuiteños serranos a todas luces tuvieron que aprender a cultivar entre sus jóvenes las artes de la guerra y a tejer alianzas regionales indispensables a su defensa. Estas circunstancias, ligadas a sus condiciones de fronterizos, de colonizadores, marcaron profundamente la manera en que dieron sentido a su entorno natural, en transformar el escenario natural en uno donde se dramatizaran sus mitos cosmogónicos, donde la guerra se tornara sagrada, asunto tanto de los dioses como de los hombres sino que era un espacio central para su vida religiosa y política, tal como lo atestiguan dos grandes conjuntos de grabados rupestres y los vestigios de algunos sitios distribuidos en lugares particularmente escabrosos. Este arte rupestre puede atribuirse a los huistleños porque algunos de los motivos representados están presentes en la cerámica fechada entre 550 – 600 y 850 – 900 de la era, es decir, en el período de mayor ocupación del Huistle y de la comarca en general.
A la altura del Huistle, el curso del río se transforma en un cañón sinuoso cada vez más profundo. Da una vuelta hacia el norte en una sucesión de caídas abruptas antes de retomar el rumbo Poniente en un cañón oscuro, profundo y estrecho. Al salir de este primer trecho, el río está flanqueado en ambos lados por dos estrechas mesetas con vestigios de ocupación chalchihuiteña. La de la izquierda corresponde a uno de estos pequeños refugios familiares como los que ya se mencionaron. La de la derecha, el Cerro Atravesado, es más singular.
Completamente rodeado de paredones verticales, el lugar es inaccesible, salvo por el lado oriental. Ahí, al pie del cerro, algunos peldaños excavados en la roca invitan a iniciar una escalada particularmente riesgosa sobre decenas de metros. Arriba, como ocurre en algunas de estas diminutas fortalezas, solamente quedan los vestigios de una construcción, saqueada por algún iluso buscador de tesoro. En la orilla, una serie de pozas han sido excavadas en la roca probablemente para poder almacenar agua. En la cumbre y al pie del cerro, se observan algunos tepalcates muy erosionados y puntas de proyectiles. Ambos sitios atestiguan lo azaroso que era la vida de los huistleños.
Luego el río vuelve a encerrarse en un cañón.  En las secas, sus aguas se sumen en la tierra para resurgir en Atotonilco, en una serie de manantiales de agua caliente, caer en el profundo y afamado Charco del Toro y seguir su curso hasta confluir con el Chapalagana. Aguas arriba de Atotonilco y en la confluencia se extienden sendos conjuntos de grabados. En ambos, los motivos más abundantes son los típicos guerreros chalchihuiteños que alzan sus altos escudos rectangulares, cuya particularidad principal es la de tener cada uno una decoración particular. No se tratan de escenas de guerra y combate, sino al contrario, de las alianzas que aseguraban la protección mutua de los grupos, sin que por eso estos grupos declinaran su identidad propia.
El énfasis en la singularidad de cada escudo nos indica que la solidez de estas alianzas dependía en gran medida de que los grupos aliados fueran distintos y, por ende, complementarios y, por tanto, necesitados unos de otros, en una compleja organización social basada en gran medida en lazos de parentesco y/o en agrupaciones guerreras y religiosas.
Sin embargo, estos santuarios de arte rupestre no solamente estaban destinados a consolidar la organización socio – política de los huistleños. También eran lugares donde se refrendaba el pacto con la divinidad. En efecto, en ambos conjuntos de grabados, la escena dominante se refiere al curso del águila solar. Aguas arriba, al este, es el sol en su curso ascendente hasta alcanzar el cenit. Aguas abajo, es el sol que se pone, el sol que penetra en el inframundo.
De esta manera, todo el entorno natural se convierte en el protagonista central del drama cosmogónico: el oscuro cañón que corre de Este a Oeste donde el agua desaparece en las entrañas de las profundidades para resurgir con fuerza; figura la otra cara del curso solar, cuando el astro lucha en el inframundo. En la confluencia, abajo de donde se ve el águila cayendo, dos escenas de sacrificio humano aluden al pacto de reciprocidad entre los hombres y la divinidad para asegurar la continuidad del orden cósmico, en su movimiento vital. La violencia de los guerreros encontró así un cauce, se canalizó hacia la guerra sagrada para alimentar al sol, a la fuerza divina, la guerra para proveer de víctimas para el sacrificio, cuyos trofeos se exhibían en los tzompantli, en las estructuras de madera levantadas en las plazas del Huistle. En estos mismos conjuntos rupestres vemos representada otra actividad que permitía a los huistleños encauzar la violencia de sus guerreros, y dirimir los conflictos: el juego de pelota.

Como se puede apreciar en los grabados, se trataba de un juego entre equipos pequeños de dos personas. Y efectivamente, aguas abajo, en lo alto del Cerro Colomos que es una avanzada del Afiladero, en la parte más alta de la cumbre protegida por murallas y con una serie de pequeñas construcciones sobre los pocos espacios planos, al borde de un precipicio vertiginoso, encontramos una cancha de juego de pelota. La planta es sencilla, dos pequeñas plataformas alargadas y bajas, y las dimensiones reducidas. Este tipo de cancha se encuentra en todo el territorio chalchihuiteño hasta su extremo norte en la Sierra Madre de Durango. El juego de pelota es uno de los elementos que se han reconocido como aportación mesoamericana, en tierras tan lejanas como el desierto de Arizona, en los sitios de la cultura hohokam y aún más al norte en la cultura Sinagua.
Los huistleños, en la convergencia de dos mundos. Destinado a recrear los mitos de origen y a refrendar las alianzas, tanto entre los hombres como entre el hombre y la divinidad, el gran santuario constituido por el cañón, los sitios arqueológicos mencionados y el arte rupestre nos remiten claramente al mundo mesoamericano. Viene a reforzar la identificación que se ha propuesto de los chalchihuiteños como los tolteca chichimecas.
Cuando hacia el siglo noveno o décimo gran parte del territorio chalchihuiteño quedó abandonado, algunos grupos se fueron al norte, en tierras durangueñas donde pervivieron varios siglos más; otros se internaron sierra adentro. Otros más regresaron a las tierras de sus lejanos antepasados. Según su origen y lengua, unos participaron del poder en la Tula cosmopolita y otros establecieron los primeros pasos de lo que sería el imperio tarasco.
Un panel más de los grabados nos presenta otra cara de la historia chalchihuiteña. En una superficie oscurecida por musgos, en un momento particular del día, se logra distinguir el fino trazo de una escena que sintetiza en tres facetas el devenir de un grupo de huistleños. Abajo se reconocen tres personajes que se encaminan hacia el norte, aguas arriba del Chapalagana cercano. El de adelante lleva el bastón de mando, guiando a los dos que lo siguen, tocando el hombro del anterior. Arriba, un personaje importante, visto de frente, con un faldellín y un tocado que parece ser astas de venado, de una mano blande un bastón y del otro sujeta por la cabeza a un personaje que parece a punto de caer. Se suceden así de abajo hacia arriba dos escenas que siguen las convenciones iconográficas tradicionales en Mesoamérica para evocar migración y conquista respectivamente.
Más arriba, separado por un pliegue de la roca, un personaje de mayor dimensión toca la flauta. El motivo del flautista se encuentra en una serie de sitios más al norte, a lo largo de la Sierra Madre Occidental de Durango, y se inscribe en un conjunto de imágenes y datos arqueológicos que han permitido documentar las estrechas relaciones que los chalchihuiteños establecieron con comunidades hohokam, del desierto de Arizona, antepasados de los grupos Pueblo actuales y en particular de ciertos clanes hopos, cuya tradición oral de asombrosa profundidad conserva la memoria de un origen muy lejano en el sur. En esta confluencia entre arqueología y tradición oral indígena podemos proponer como lectura de este panel: “migramos al norte y conquistamos, nosotros los del clan de la flauta”; o “migramos al norte, conquistamos nuevas tierras y llegamos a la tierra de los de la flauta”. En todo caso, reconocemos una clara referencia al duradero puente que los chalchihuiteños construyeron con lo que ahora constituye el Suroeste de los Estados Unidos. Con estos apuntes, quisimos enfatizar cómo arte rupestre y vestigios arqueológicos constituyen en la comarca de Huejuquilla una inapreciable riqueza cultural, duradera pero a la vez frágil frente a los eventuales embates iconoclastas de la ignorancia. Es de esperar que las futuras generaciones sabrán reconocer su valor, estudiarla y protegerla.
Texto tomado de la revista Niuki 11.



 

 




 

No hay comentarios:

Publicar un comentario