la Autora de las Investigaciones
Datos generales
Fue inaugurado en el año de 2003. Ocupa cuatro salas anexas a la presidencia municipal, en donde se exhibe la valiosa colección de materiales arqueológicos encontrados en el cerro del Huixtle, por la misión belga que viene trabajando en el proyecto Sierra del Nayar desde 1974. El proyecto y la museografía se realizó en colaboración con el Instituto Nacional de Antropología e Historia y con la asesoría y apoyo del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
De las piezas principales se exhiben un par de esculturas de chac-mool, siendo estas las más antiguas conocidas hasta ahora. Se presentan dibujos y planos de los sitios con recreaciones de sus principales centros ceremoniales, así como ofrendas funerarias, cuchillos de obsidiana, hachas, figurillas de barro antropomorfas y zoomorfas, anillos, pectorales y collares de diversos materiales. Lo anterior da cuenta al visitante de la importancia de la región como enclave cultural entre las civilizaciones desarrolladas al sur de Estados Unidos y las de la región culturalmente conocida como Mesoamerica.
De las piezas principales se exhiben un par de esculturas de chac-mool, siendo estas las más antiguas conocidas hasta ahora. Se presentan dibujos y planos de los sitios con recreaciones de sus principales centros ceremoniales, así como ofrendas funerarias, cuchillos de obsidiana, hachas, figurillas de barro antropomorfas y zoomorfas, anillos, pectorales y collares de diversos materiales. Lo anterior da cuenta al visitante de la importancia de la región como enclave cultural entre las civilizaciones desarrolladas al sur de Estados Unidos y las de la región culturalmente conocida como Mesoamerica.
Un
milenio de historia en la región de Huejuquilla
Marie-Areti Hers Stuts
La ocupación chalchihuiteña: etapa
particular de una larga historia aún por conocer.
El
contorno caprichoso de los límites interestatales en el norte de Jalisco fue
originado por las relaciones, en general muy conflictivas, entre lo que
configuró la Frontera de Colotlán del lado jalisciense y el desarrollo de las
grandes haciendas de lado zacatecano. En el caso particular de la región de
Huejuquilla, los linderos correspondían a los pueblos de indios fronterizos
flecheros de Huejuquilla, poblado por zacatecos, y de San Nicolás, Tenzompa,
San Cristóbal – La Soledad, por huicholes; y del lado zacatecano a las
haciendas de San Antonio de Pádua y San Juan Capistrano. Tal trazo caprichoso y
en muchos puntos todavía litigiosos, nada tiene que ver con la historia
antigua. Por lo que aquí se hablará indistintamente de sitios arqueológicos
ubicados en la parte occidental del municipio zacatecano de Valparaíso y del
jalisciense de Huejuquilla.
Los
trabajos arqueológicos llevados a cabo en la región de Huejuquilla en las
décadas de los setenta y ochenta por parte de un equipo de Bélgica,
documentaron, de modo preliminar, una de las varias etapas de la ocupación humana
y la cobertura obviamente no fue total. Los recorridos que llevamos a cabo
cubrieron solamente una muestra de la variedad de entornos naturales
comprendidos entre Huejuquilla y Tenzompa, de norte a sur, y entre el rancho de
Los Landa en la bajada que lleva a Huejuquilla hasta el Tulillo, del otro lado
de la ancha barranca del río Atenco o Chapalagana. Durante numerosas temporadas
realizamos recorridos de superficie en las cuencas de los ríos de Tenzompa, de
Huejuquilla, y del Chapalagana mismo, antes de escoger el lugar donde centrar nuestras
excavaciones, el Cerro del Huistle, a proximidad de Huejuquilla.
Más recientemente, proseguimos el estudio de varios sitios de arte rupestre en
la comarca. En todo momento contamos con la invaluable hospitalidad de
numerosas personas que nos guiaron, nos hospedaron, nos alimentaron, nos
proporcionaron las remudas, y excavaron con nosotros. No podría citarlos a
todos sin arriesgar cometer imperdonables omisiones. Solamente
citaré a don Alejandro Huizar del poblado de San Diego. Nacido en tiempos de la
Revolución y con largos años de andar solitario en calidad de vaquero de la
antigua hacienda de San Juan Capistrano, don "Cando" era una de las
personas que mejor conocía la comarca, los secretos de sus cerros, de sus
rincones y manantiales, y también de sus hombres. Con infinita paciencia nos
enseñó a andar a pie y a caballo, por veredas que, ya para estas fechas, se
iban cerrando por desuso aún antes de la abertura de las brechas vehiculares
que ahora comunican prácticamente toda la comarca. Como ninguno, don
"Cando" conocía dónde encontrar los vestigios antiguos que sabía
distinguir de los restos de las rancherías más recientes. Amante de los niños,
de los caballos y de las estrellas e inseparable de su amado Cerro Calpulalta que
domina la Sierra de Tenzompa, don Alejandro fue nuestro guía en todo el sentido
de la palabra Gracias a esta sabiduría de la cual aprendimos mucho y gracias
también a la gran riqueza en vestigios arqueológicos de la región, pudimos
trazar una imagen no demasiado borrosa de un período durante el cual la región
estuvo involucrada en eventos y procesos que la comunicaron con un mundo muy
ancho, desde el Centro y el Occidente del país, hasta parte de lo que es hoy el
Suroeste de los Estados Unidos.
Además
de una serie de publicaciones, procuramos verter el fruto de estos estudios en
el Museo Comunitario Tatuustima de Antropología e Historia de Huejuquilla el
Alto, instalado al lado de la presidencia municipal. Nos enfocaremos aquí en
algunos de los aspectos del paisaje cultural de estos antiguos pobladores, de
la manera en que humanizaron su entorno según sus necesidades prácticas y
espirituales.
El
período del cual podemos hablar gracias a nuestros trabajos, corre a lo largo
del primer milenio de nuestra era y corresponde a la ocupación chalchihuiteña.
Para el largo período anterior a la era y el posterior, el medio milenio que
transcurrió hasta la llegada de los españoles, aún no se han reunido
informaciones satisfactorias. Lo único que podemos aseverar es que a todas luces
la historia de la ocupación humana de la región, en tiempos prehispánicos, no
fue la de una larga e ininterrumpida evolución, sino que conoció profundos
cambios. Los que vivieron antes y después de los chalchihuiteños tuvieron modos
de vida distintos a los chalchihuiteños.
Cuando
se establecieron los primeros contactos con los españoles y se constituyó la
Frontera de Colotlán, los zacatecos aceptaron congregarse y fundar Huejuquilla
y familias huicholas originarias de San Andrés y de Santa Catarina fundaron
Tenzompa, San Nicolás y San Cristóbal, luego transferido a La Soledad.Un
contexto macrorregional.
Por
su patrón de asentamiento, su arquitectura, sus ritos funerarios, sus
figurillas y sus tipos cerámicos, su lítica y su iconografía, por sus redes comerciales,
es decir, por los más diversos aspectos de su cultura material, las comunidades
que ocuparon la comarca de Huejuquilla durante el primer milenio pertenecieron
plenamente a lo que se ha definido para la arqueología de Zacatecas y Durango,
como la cultura chalchihuiteña, con
sitios emblemáticos como La Quemada, Alta Vista o La Ferrería, para citar los
más conocidos. A estos chalchihuiteños de la región que nos ocupa los
llamaremos huistleños, en referencia al sitio en el cual se llevaron a cabo amplias
excavaciones. La ocupación chalchihuiteña, tal como fue documentada en las
excavaciones en el Cerro del Huistle, puede dividirse en tres fases. Las dos
primeras corresponden a lo que se llama la fase Canutillo para la región de
Chalchihuites – Sombrerete, al norte de nuestra comarca, y la tercera a la fase
llamada Alta Vista.
No
es aquí el espacio para resumir casi un milenio de historia. Abordaremos
solamente algunos aspectos que nos permitan acercarnos en cierta medida al modo
de pensar de estas antiguas poblaciones, a sus propias experiencias de vida. A
semejanza del Cerro del Huistle, la meseta del Cerro del Pueblo, cercano a
Tenzompa, se encuentra a proximidad de las tierras de cultivo y del agua
perenne. Desde arriba se dispone de una vista amplia sobre los alrededores y la
corona rocosa permite controlar el acceso, control que fue reforzado por un
ancho muro del cual se conservan vestigios a lo largo de todo el borde. El
suelo rocoso de la cumbre dejó a la vista los cimientos de piedra de construcciones
probablemente de adobe, y numerosas plataformas de formas muy diversas. Este
mismo suelo rocoso no es propicio para excavar pero, al mismo tiempo, nos ha
permitido levantar el plano detallado de las construcciones.
Aparece
así la imagen de un pueblo con una gran densidad y variedad de edificaciones,
lo cual contrasta con el pueblo cercano de Tenzompa fundado por familias
huicholas en tiempos coloniales, donde las casas están muy dispersas y sin
orden aparente, y más aún con las comunidades huicholas tradicionales que más
que pueblos permanentes son centros ceremoniales.
En
este sitio, como en todos los asentamientos chalchihuiteños, aún en el caso de
modestas rancherías, se observa que los pobladores contaron con el apoyo del
trabajo colectivo para levantar terrazas, muros de contención y plataformas,
nivelar el terreno, consolidar el borde de las desnivelaciones y controlar los
deslaves. En el plano del Cerro del Pueblo se observa que este tipo de trabajo
fue intenso y permitió la notable conservación de los vestigios, a diferencia
de lo que pasa con los restos de ocupaciones mucho más recientes, las cuales
sin estos tipos de dispositivos quedan borradas de la superficie en unas
cuantas generaciones.
Al
examinar la diversidad de los vestigios, se reconocen una serie de patios bien
delimitados reservados probablemente a los grupos familiares que se congregaron
en este lugar, y cerca de sus casas lo que parece ser las bases de los
graneros. También se distinguen amplios espacios abiertos con unas cuantas
construcciones mayores dedicadas a actividades colectivas. Algunas
plataformas tienen una planta en “T' que parece corresponder a un estrecho
pórtico en la fachada y que se asemeja a la de las grandes salas de consejo de
los sitios mayores, como las hay en La Quemada o en Cerro de Montedehuma. A lo
largo de las generaciones, el problema de la seguridad parece haber sido
permanente. Los dispositivos defensivos presentes en el Cerro del Pueblo, a
menudo llegan a extremos como en el caso de las pequeñas fortalezas dispuestas
en los profundos cañones que se suceden a lo largo del curso del río Tenzompa.
Tales
fortalezas, relativamente lejanas de las tierras de cultivo, pero muy bien
protegidas, han de haber sido ocupadas durante las temporadas de secas,
alternando con los ranchos abiertos cercanos a las tierras de cultivo de las
temporadas de lluvia. Las actividades guerreras, en efecto, eran muy
probablemente reservadas para los meses en que los ríos no estaban crecidos,
las veredas transitables y las labores de la milpa en receso. El Cerro de los
Indios, aguas abajo del poblado de El Zapote, es un buen ejemplo de estos
dispositivos. Rodeado casi completamente por un meandro del río, los pocos
accesos al estrecho filo rocoso han sido provistos de murallas, bastiones,
contrafuertes que permitían controlar eficazmente el acceso y proteger así los
habitantes de esta pequeña ranchería. Las casas ocupan los exiguos espacios
planos que se crearon nivelando el terreno entre las peñas.
Así,
recorriendo cerros y cañones encontramos una multitud de evidencias acerca de
una vida marcada por la zozobra de la guerra, de los ataques mortíferos. Estos
chalchihuiteños serranos a todas luces tuvieron que aprender a cultivar entre
sus jóvenes las artes de la guerra y a tejer alianzas regionales indispensables
a su defensa. Estas circunstancias, ligadas a sus condiciones de fronterizos,
de colonizadores, marcaron profundamente la manera en que dieron sentido a su
entorno natural, en transformar el escenario natural en uno donde se
dramatizaran sus mitos cosmogónicos, donde la guerra se tornara sagrada, asunto
tanto de los dioses como de los hombres sino que era un espacio central para su
vida religiosa y política, tal como lo atestiguan dos grandes conjuntos de
grabados rupestres y los vestigios de algunos sitios distribuidos en lugares
particularmente escabrosos. Este arte rupestre puede atribuirse a los
huistleños porque algunos de los motivos representados están presentes en la
cerámica fechada entre 550 – 600 y 850 – 900 de la era, es decir, en el período
de mayor ocupación del Huistle y de la comarca en general.
A la
altura del Huistle, el curso del río se transforma en un cañón sinuoso cada vez
más profundo. Da una vuelta hacia el norte en una sucesión de caídas abruptas
antes de retomar el rumbo Poniente en un cañón oscuro, profundo y estrecho. Al
salir de este primer trecho, el río está flanqueado en ambos lados por dos
estrechas mesetas con vestigios de ocupación chalchihuiteña. La de la izquierda
corresponde a uno de estos pequeños refugios familiares como los que ya se
mencionaron. La de la derecha, el Cerro Atravesado, es más singular.
Completamente
rodeado de paredones verticales, el lugar es inaccesible, salvo por el lado
oriental. Ahí, al pie del cerro, algunos peldaños excavados en la roca invitan
a iniciar una escalada particularmente riesgosa sobre decenas de metros.
Arriba, como ocurre en algunas de estas diminutas fortalezas, solamente quedan
los vestigios de una construcción, saqueada por algún iluso buscador de tesoro.
En la orilla, una serie de pozas han sido excavadas en la roca probablemente
para poder almacenar agua. En la cumbre y al pie del cerro, se observan algunos
tepalcates muy erosionados y puntas de proyectiles. Ambos sitios atestiguan lo
azaroso que era la vida de los huistleños.
Luego
el río vuelve a encerrarse en un cañón. En
las secas, sus aguas se sumen en la tierra para resurgir en Atotonilco, en una
serie de manantiales de agua caliente, caer en el profundo y afamado Charco del
Toro y seguir su curso hasta confluir con el Chapalagana. Aguas arriba de
Atotonilco y en la confluencia se extienden sendos conjuntos de grabados. En
ambos, los motivos más abundantes son los típicos guerreros chalchihuiteños que
alzan sus altos escudos rectangulares, cuya particularidad principal es la de
tener cada uno una decoración particular. No se tratan de escenas de guerra y
combate, sino al contrario, de las alianzas que aseguraban la protección mutua
de los grupos, sin que por eso estos grupos declinaran su identidad propia.
El
énfasis en la singularidad de cada escudo nos indica que la solidez de estas
alianzas dependía en gran medida de que los grupos aliados fueran distintos y,
por ende, complementarios y, por tanto, necesitados unos de otros, en una compleja
organización social basada en gran medida en lazos de parentesco y/o en
agrupaciones guerreras y religiosas.
Sin
embargo, estos santuarios de arte rupestre no solamente estaban destinados a
consolidar la organización socio – política de los huistleños. También eran
lugares donde se refrendaba el pacto con la divinidad. En efecto, en ambos
conjuntos de grabados, la escena dominante se refiere al curso del águila
solar. Aguas arriba, al este, es el sol en su curso ascendente hasta alcanzar
el cenit. Aguas abajo, es el sol que se pone, el sol que penetra en el
inframundo.
De
esta manera, todo el entorno natural se convierte en el protagonista central
del drama cosmogónico: el oscuro cañón que corre de Este a Oeste donde el agua
desaparece en las entrañas de las profundidades para resurgir con fuerza;
figura la otra cara del curso solar, cuando el astro lucha en el inframundo. En
la confluencia, abajo de donde se ve el águila cayendo, dos escenas de
sacrificio humano aluden al pacto de reciprocidad entre los hombres y la
divinidad para asegurar la continuidad del orden cósmico, en su movimiento
vital. La
violencia de los guerreros encontró así un cauce, se canalizó hacia la guerra
sagrada para alimentar al sol, a la fuerza divina, la guerra para proveer de
víctimas para el sacrificio, cuyos trofeos se exhibían en los tzompantli, en
las estructuras de madera levantadas en las plazas del Huistle. En estos mismos
conjuntos rupestres vemos representada otra actividad que permitía a los
huistleños encauzar la violencia de sus guerreros, y dirimir los conflictos: el
juego de pelota.
Como
se puede apreciar en los grabados, se trataba de un juego entre equipos
pequeños de dos personas. Y efectivamente, aguas abajo, en lo alto del Cerro
Colomos que es una avanzada del Afiladero, en la parte más alta de la cumbre
protegida por murallas y con una serie de pequeñas construcciones sobre los
pocos espacios planos, al borde de un precipicio vertiginoso, encontramos una
cancha de juego de pelota. La planta es sencilla, dos pequeñas plataformas
alargadas y bajas, y las dimensiones reducidas. Este tipo de cancha se
encuentra en todo el territorio chalchihuiteño hasta su extremo norte en la
Sierra Madre de Durango. El juego de pelota es uno de los elementos que se han
reconocido como aportación mesoamericana, en tierras tan lejanas como el
desierto de Arizona, en los sitios de la cultura hohokam y aún más al norte en
la cultura Sinagua.
Los
huistleños, en la convergencia de dos mundos. Destinado a recrear los mitos de
origen y a refrendar las alianzas, tanto entre los hombres como entre el hombre
y la divinidad, el gran santuario constituido por el cañón, los sitios
arqueológicos mencionados y el arte rupestre nos remiten claramente al mundo
mesoamericano. Viene a reforzar la identificación que se ha propuesto de los
chalchihuiteños como los tolteca chichimecas.
Cuando
hacia el siglo noveno o décimo gran parte del territorio chalchihuiteño quedó
abandonado, algunos grupos se fueron al norte, en tierras durangueñas donde pervivieron
varios siglos más; otros se internaron sierra adentro. Otros
más regresaron a las tierras de sus lejanos antepasados. Según su origen y
lengua, unos participaron del poder en la Tula cosmopolita y otros
establecieron los primeros pasos de lo que sería el imperio tarasco.
Un
panel más de los grabados nos presenta otra cara de la historia chalchihuiteña.
En una superficie oscurecida por musgos, en un momento particular del día, se
logra distinguir el fino trazo de una escena que sintetiza en tres facetas el
devenir de un grupo de huistleños. Abajo se reconocen tres personajes que se
encaminan hacia el norte, aguas arriba del Chapalagana cercano. El de adelante
lleva el bastón de mando, guiando a los dos que lo siguen, tocando el hombro
del anterior. Arriba, un personaje importante, visto de frente, con un
faldellín y un tocado que parece ser astas de venado, de una mano blande un
bastón y del otro sujeta por la cabeza a un personaje que parece a punto de
caer. Se suceden así de abajo hacia arriba dos escenas que siguen las
convenciones iconográficas tradicionales en Mesoamérica para evocar migración y
conquista respectivamente.
Más
arriba, separado por un pliegue de la roca, un personaje de mayor dimensión
toca la flauta. El motivo del flautista se encuentra en una serie de sitios más
al norte, a lo largo de la Sierra Madre Occidental de Durango, y se inscribe en
un conjunto de imágenes y datos arqueológicos que han permitido documentar las
estrechas relaciones que los chalchihuiteños establecieron con comunidades
hohokam, del desierto de Arizona, antepasados de los grupos Pueblo actuales y
en particular de ciertos clanes hopos, cuya tradición oral de asombrosa
profundidad conserva la memoria de un origen muy lejano en el sur. En esta
confluencia entre arqueología y tradición oral indígena podemos proponer como
lectura de este panel: “migramos al norte y conquistamos, nosotros los del clan
de la flauta”; o “migramos al norte, conquistamos nuevas tierras y llegamos a
la tierra de los de la flauta”. En todo caso, reconocemos una clara referencia
al duradero puente que los chalchihuiteños construyeron con lo que ahora
constituye el Suroeste de los Estados Unidos. Con estos apuntes, quisimos
enfatizar cómo arte rupestre y vestigios arqueológicos constituyen en la
comarca de Huejuquilla una inapreciable riqueza cultural, duradera pero a la
vez frágil frente a los eventuales embates iconoclastas de la ignorancia. Es de
esperar que las futuras generaciones sabrán reconocer su valor, estudiarla y
protegerla.
Texto tomado de la revista Niuki 11.